Objetivo del día: no atraer otra vez cinco dedos, apretados, contra mi car (dientes volando).
Me es muy (esputo con sangre), ay, y hasta aquí mi última muela, difícil evitarlo, ya que desconozco de donde viene cada uno de ellos. Se acercan por caminos diferentes, y a menudo no todos a la misma hora.
En esta ocasión, por lo menos uno o dos debían pertenecer al actor Batista, que se ha presentado en casa y me ha dicho mediante un intérprete que, sin que seamos hermanos, nos han mantenido separados desde que nacimos, y que hace falta (ha entrado al recibidor arrastrando una maleta) empezar a solucionarlo.
«El saludo… Mi familia son gongs. Para acabar las conversaciones de sobremesa con ellos, tienes que darles un golpe con una maza. No, no hace falta que el gong golpeado sea aquel con el cual estabas riñendo: puedes dar golpes al gong que tienes más cerca, mi abuelo (que se despierta), para concluir una discusión a gritos con uno más lejano, mi hermana. Vengo aquí a resarcirme, y ya veo que no he empezado con buen pie».
Con dolor en el corazón, por él, y en la boca, POR ÉL, para construir y estrechar una relación sana entre no hermanos, lo he animado a sacar polvo a los videojuegos de mi colección, como el FIFA Estruch (se ha acabado lo de ir poniéndoles años, ahora vienen con apellidos).
Hemos seguido con el Salman Rushdie, el escritor, el hombre, que se ha descubierto recientemente que es un videojuego de Capcom (y que, siéndolo de plataformas, se ha quedado a comer medio noqueado, qué remedio, tras la partida que hemos hecho en él).
Y de aquí hemos pasado al último lanzamiento de Electronic Arts, en el que te infiltras en una calçotada de la que tienes que llevarte los baberos antes de que llegue la gente, en la vida rea-UI, corre, Dave, ¡esto es romesco, ya te contaré!, que entran.
Me ha dicho de guardar las máquinas después de que probáramos la versión de la Master System en la que se meten muestras de afecto en lugar de cartuchos. Al final, tan solo se acaba jugando una pantalla, la de llevar, cada vez que se intenta empezar una partida, la consola a reparar. El mal trago continúa en el taller, donde el técnico es un maleducado que se dedica a desmentir la ternura con la que has estropeado el aparato.
Se ha ido sin decir adiós después de que pasáramos un rato intentando que dos zanahorias, por mirarlas mientras pensábamos «va», estallaran. Lo ha dejado correr al cabo de dos horas, decepcionado, después de que tan solo reventara una.